LI Congreso de Filosofía Joven
Madrid, 30 de junio - 3 de julio de 2014

Mesa 3


MESA 3
ESTÉTICA Y PODER
El ejercicio del poder y sus representaciones



Organización de la mesa:
Miguel Ángel Ramírez Cordón (UCM)
Rubén García (UCM)


A finales de los años 60, Roberto Rossellini, en La toma del poder por Luis XIV, mostraba cómo la creación del absolutismo implicaba no solo la de normas y leyes, sino también la de una estética, que convirtiese al rey en un ser superior y que, en el ánimo de los demás por imitarlo, les sometiese (económicamente) aún más a él. En aquellos mismos años, Louis Althusser, en Ideología y aparatos ideológicos de estado, se preguntaba cómo el capitalismo podía reproducirse, encontrando fundamental para ello la existencia de unos aparatos ideológicos que, frente a los represivos, crearan en cada individuo una representación imaginaria de sus relaciones con el mundo en el que vivían.
      La lección era clara: si la democracia utilizaba el concepto de representación para simular que nuestra era la soberanía, el poder y sus auténticos detentadores necesitaban ser a su vez representados en sus relaciones con la sociedad que organizaba, para que ésta se leyese siempre inserta en él y no pudiera imaginarse a sí misma de otro modo. En el primer caso, la representación constituye el vehículo de la decisión soberana: la voluntad popular no existe si no es representada; lo que como tal existe es el representante de la voluntad popular. En el segundo caso, la representación interviene directamente en el ámbito de la ideología: el poder del soberano no es efectivo sino a través de sus delegados, no se hace obedecer si no dispone de un brazo armado; el poder del representante del poder tiene que ser a su vez representado.
     De una u otra manera, lo cierto es que el concepto de la representación aparece inserto en la cuestión política de la soberanía. A través de ella, la cuestión del poder adquiere una dimensión eminentemente estética: el poder debe ser estetizado, hecho visible, ahí donde por algún motivo no logra acceder por sí mismo a la comparecencia. Por su parte, el poder del pueblo debe ser representado ahí donde está ausente o por algún motivo se muestra incapaz de canalizar su poder. Del mismo modo, el poder del soberano debe ser representado ahí donde el poder efectivo no existe o no es lo suficientemente fuerte para hacerse obedecer. Lo político aparece afectado de una indigencia tal que lo obliga a ser estetizado.
     Pero también a la inversa: lo estético aparece dotado de una fortaleza tal que lo hace idóneo para suplir esta suerte de deficiencia. Si lo político aparece necesitado de la dimensión estética, lo estético aparece impregnado de una eficacia eminentemente política. La representación se muestra en este punto como un potente instrumento de poder y ello hasta el punto de convertir a la manifestación artística en el instrumento político por antonomasia: convenientemente representado, el poder es exaltado, ridiculizado, obedecido, temido o amado. Y ello tanto si el arte constituye el instrumento para el ejercicio del poder del soberano (tema de la exaltación del poder concreto del soberano, etc.), como si constituye el vehículo de la protesta ideológica (tema de la contracultura, etc.).
     El arte ha sido siempre considerado como un instrumento de poder inestimable por parte de imperios históricos (Egipto, Mesopotamia, imperios de tipo colonial, etc.), aparatos burocráticos de Estado (nazismo, franquismo, comunismo, democracias occidentales, etc.) o dispositivos de poder como el mercado (la publicidad). Por contrapartida, el arte ha vehiculizado siempre la manifestación ideológica a favor o en contra de las posiciones adoptadas por el poder desde cualquiera de sus parcelas, bien sea desde el farallón del gobierno, bien sea desde la propia Academia y su administración del arte en técnicas, estilos y escuelas. El arte se muestra como un lugar plegado sobre sí mismo desde el que cabe ejercer la lucha del poder contra el poder y cuyo ejemplo más representativo acaso sea el de las vanguardias, en las que, desde finales del siglo XIX y, con especial virulencia, a partir del siglo XX, el arte aparece como el lugar explícito de la liza y la crítica política e ideológica a todos los niveles.
     Así es como el problema de la “representación” aparece en el quicio de la transversalidad que atraviesa los órdenes de “lo estético” y “el poder”. ¿A qué se debe esa indigencia del poder que lo obliga a ser “representado”? ¿A qué se debe la fortaleza de lo estético que lo hace idóneo para suplir esta deficiencia y lo hace aparecer como instrumento de poder? ¿Cómo opera este extraordinario dispositivo de mediación que une lo estético y lo político en la unidad de un mismo cuestionamiento?