LI Congreso de Filosofía Joven
Madrid, 30 de junio - 3 de julio de 2014

Mesa 9


MESA 9
RELIGIÓN Y PODER
El problema de la "teología política"



Organización de la mesa:
Miguel Ángel Ramírez Cordón (UCM)
Ruth Calvo Portela (UCM)


Los conceptos de “religión” y “poder” parecen hacer mención a esferas independientes y sin solución de continuidad. El concepto de “poder” parece exclusivo de la esfera política, de un orden volcado a la administración de la inmanencia. Por el contrario, la religión parece encargarse de gestionar el orden de la trascendencia. Si al Estado le corresponde el gobierno del “mundo terreno”, pudiendo ser considerada su intromisión en el orden sagrado una profanación, a la Iglesia deberá corresponderle el del “mundo ultraterreno”. Esta exigencia de separación entre trascendencia e inmanencia, entre lo sagrado y lo político, constituye precisamente el ejemplo que ofrece un acontecimiento histórico tal como es la tendencia que parece dominar por ejemplo a partir de la conocida querella medieval de las investiduras, cuya última resolución formal tiene lugar en la exigencia de edificar un Estado laico al margen del influjo de la institución eclesial, en una propuesta que se localiza ya tempranamente en el partido gibelino.
     Con todo, los órdenes de la inmanencia y de la trascendencia parecen entremezclarse y conjugarse desde el inicio más temprano de la historia hasta la más reciente actualidad, en una dinámica semejante que aúna fenómenos tan dispares como el chamanismo, la figura del “rey-sacerdote”, los confesores y teólogos asesores con los que han contado las casas reales más egregias, o el papel diplomático y político que ha ejercido y ejerce el Vaticano, etc. La variedad de ejemplos, pertenecientes a etapas históricas diferentes, arroja la pregunta sobre el tipo de relación específica que se da en los conceptos de inmanencia y trascendencia:
  1. ¿Es esta relación la misma antes y después del establecimiento de las civilizaciones históricas, o la aparición del orden de la trascendencia tiene lugar en el contexto de las sociedades históricas, quedando relegada la sacralidad de las sociedades etnológicas a la inmanencia (Gordon Childe)?
  2. ¿Es esta relación la misma antes y después de la aparición de los monoteísmos (J. Burckhardt), o la temática de la “revelación” (la existencia del Libro que revela precisamente las condiciones de la teocracia misma, la posibilidad de interpretar exegéticamente las fuentes del poder) obliga a replantear esta diferencia (S. Agustín, Sto. Tomás, W. Pannenberg, P. Tillich, etc.)?
  3. ¿Cómo quedan las relaciones entre ambos órdenes antes y después de la Modernidad? ¿Supone la consumación del proceso de secularización a la altura del Estado moderno una pérdida del referente sagrado de la soberanía, que se traduce en la pérdida de toda instancia trascendente de la legitimidad en la inmanencia de la legalidad (Hans Kelsen)? ¿O dicha consumación supone más bien un desplazamiento de la instancia trascendente al ámbito de la inmanencia jurídica, desde donde seguiría operando todavía sin ser reconocida (Carl Schmitt)?
Sea como fuere, lo cierto es que los fenómenos señalados nos sitúan ante el punto de perplejidad que es objeto de consideración: ¿Qué tipo de servicio proporciona la trascendencia al poder temporal? ¿Por qué el gobierno del mundo se hace acompañar de la aceptación divina? ¿Qué es lo que une a esferas de naturaleza tan diferente? ¿Se trata de una relación basada en cuestiones ideológicas y que vienen siendo perpetuadas a partir de exigencias estamentales, o se trata más bien de una relación sostenida por una necesidad esencial?
     El fenómeno del poder religioso parece hacer referencia a un orden complejo de sentido que involucra por igual los órdenes de la trascendencia y de la inmanencia, de lo sagrado y de lo político. Pero no sólo la religión parece no poder resistir la tentación de adentrarse en los dominios de la inmanencia y de la responsabilidad del gobierno del mundo, sino que tampoco la política parece querer verse privada de hacer una incursión en el orden de la trascendencia. Así como la dimensión de lo sagrado ha acompañado desde siempre al poder, de igual modo el poder ha buscado siempre el apoyo de lo sagrado, siendo así que no sólo el poder religioso debe mostrarse propicio al gobierno temporal, sino que también el poder político debe mostrar el debido respeto a los designios divinos (W. Burkert; H. Frankfort; R. Girard; M. Mauss; et. al.).
     Ello no podría de ser otra manera. Si no quiere ser superflua, la tarea de gobernar el mundo, de administrar el orden de la inmanencia, debe tener que ver necesariamente con plasmar en ella algo de un orden distinto. De lo contrario, ésta quedaría reducida a la absurda tarea de gobernar un orden que se gobierna a sí mismo. Si la soberanía quiere algo más que esa tarea superflua, es preciso reconocer que solo hay una línea de instauración de la soberanía: la que va de la trascendencia a la inmanencia.
     Un fenómeno como éste nos sitúa ante la otra cara del cuestionamiento que vertebra la problemática cardinal de la mesa: ¿Qué tipo de necesidad obliga al soberano a mostrarse invariablemente como representante en la tierra del poder divino? ¿Por qué el modo en como el soberano rige el mundo debe ajustarse a la manera como Dios administra la leyes universales del universo? ¿Se trata también en este caso de una necesidad de tipo ideológica, o se trata más bien de una necesidad basada en la forma del concepto de soberanía y de lo formal del ejercicio del poder?
     Tal es, en efecto, la hipótesis fundamental que subyace a la tradición de la “teología política” (Varrón, Eusebio de Cesarea, San Agustín, et. al.). Ésta se remonta al esquema agustiniano de “Ciudad de Dios”, por medio del cual la sociedad civil (asumiendo el compromiso de ser el modelo del comportamiento de Cristo) plasma en el mundo el prototipo idóneo de una “Jerusalén terrestre”. Su diseño es asumido por la práctica totalidad de la publicística medieval, y está presente en el desarrollo de la teología histórica, así como en el consiguiente debate de las dos espadas (Juan de Salisbury, G. de Ockham, et. al.), o en la querella de las investiduras, surgida al calor del mismo (Sto. Tomás, Dante, Marsilio de Padua, et. al.), y cuyo punto de llegada más evidente acaso sería el de la relación del cristianismo con el ámbito de la sociopolítica (donde caben las posturas más contemporáneas de un J. B. Metz, J. Moltmann o Carl Schmitt).